El milano y el palomo - Poemas de José Joaquín de Mora

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El milano y el palomo

Suelen tener los malos el capricho
de apoyar con pretextos
sus designios funestos.
Un célebre filósofo lo ha dicho.
Echándole las uñas un milano
a un infeliz palomo, le decía:
«Ya de tu raza impía,
en ti se venga Jove, por mi mano.»
«Si hay un Dios vengador...» (dice el palomo)
«¡Si hay un Dios! ¡Y lo dudas! ¡Cielos! ¡Cómo!
sobre tanto delito,
¿blasfemo eres también? Muere, maldito.»
 
 
El rey que rabió
  Let us sit upon the ground,
and tell sad stories upon the death of Kings.
                                              Shakespeare.

El rey que rabió fue un hombre
torpemente calumniado;
yo quiero lavar su nombre,
del borrón que le han echado.
De sus prendas convencido,
hoy quiero escribir su historia,
para sacar del olvido
su memoria.
 
Como en su reino los jueces
eran la pura ignorancia,
el emprendió hacer las veces
de juez de primera instancia;
mas vio de los pedimentos
la jerga tan revesada,
que no dio en sus juzgamientos
palotada.
 
Para reprimir el lujo:
dio en una manía rara:
hizo vida de cartujo,
con pan seco y agua clara;
y en tanto sus marmitones,
riéndose de su hazaña,
vivían de pastelones,
y Champaña.
 
Contra ilícitos amores,
dio una severa ordenanza,
y en amantes seductores
ejerció fiera venganza.
Mas sufrió el horrible ultraje
de que su augusta consorte
se enamorase de un paje
de la corte.
 
Quiso proteger las ciencias,
objeto de sus conatos,
pagó raras experiencias,
enriqueció a literatos,
y viendo de estas labores
los productos lisonjeros,
se metieron a escritores
los barberos.
 
Dijo a cierto sabio: «amigo,
pues tus ideas son grandes,
sólo tus consejos sigo;
siempre haré lo que me mandes.»
Y en pago de este cariño,
tanto el sabio se desvela,
que lo trató como a niño
de la escuela.
 
Fue por fin tan bondadoso,
tan indulgente y humano,
que el pueblo se alzó furioso
y gritó: «muera el tirano.»
«¡Y qué! clamó, ¿este destino
se da a mi conducta sabia?»
Por esto le dio al mezquino
mal de rabia.
 
Mi ruego
¡Ay! Ampara, Señor, al marinero:
que yo, aunque en fuertes muros guarecido,
del soplo asolador del noto fiero,
al oír el horrísono estampido,
a ti, Vengador Santo,
trémulo el pecho de pavor levanto.
 
¿Qué es de ese malhadado que, en lo inmenso
del furibundo Océano, camina,
de perdición en perdición, suspenso
entre el ser y la nada? ¡Oh Dios! inclina
al suspiro que lanza,
tu paternal amor, dale esperanza.
 
Mas tu cólera aumenta. Opaca nube
rabia anunciando, en el cenit parece;
con profundo mugir hínchase, y sube
del seno del abismo, y rauda crece
reventando de saña,
la amenazante líquida montaña.
 
Ora en su cima, ora en su falda, y ora
dentro del hondo espacio que descubre,
la quilla vaga; espuma mugidora
los destrozados mástiles encubre,
y en fragmentos los raja,
y el casco agita como leve paja.
 
Y otra montaña en pos, cual si natura
contra el mísero humano su infinita
venganza conjurase, de su altura
la infanda nave empuja y precipita.
Ten el golpe severo...
¡Ay! Ampara, Señor, al marinero.

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