Carta a la madre
¡Cuánto amor hay debajo de la tierra!
Te escribo, madre mía
mirando al aterido
desnudo del crepúsculo,
en una tarde en la que ya no estás
ni puedes apoyarte en mi costumbre,
cuando unas nubes tenues, sin destino,
pretenden aliviar inútilmente,
con un destello de color lejano
el dolor de este cielo que me sigue
o me precede, perro fidelísimo.
He arrojado muy lejos mi memoria,
y él vuelve jadeante,
sin nada entre los dientes
agresivos y blancos;
otras veces el perro del recuerdo
se queda atrás, y vuelvo la cabeza
y no hay nadie esperándome
¿Nadie ha vivido nunca en estos ojos...?
"Todavía mi queja
es una rebelión;
su mano pesa sobre mi gemido".
Tú , ¿dónde estás? No sales a tu hora.
Estrella mía, aliento
cristalizado, barro ilustre, piedra
hacia tu destrucción inevitable;
moneda de oro atesorado y mío
ennegrecido y ciego, fría escoria
y desembocadura
de un río caudaloso
que no va a retornar hacia sus fuentes.
Te escribo desde un árbol y una rama
y en un paisaje donde estabas quieta
como una hoja perenne,
sin estación, ni nieve, ni cellisca,
ni vendaval. Estabas. Y eso es todo.
Te escribo y sé que escribo
para que no me leas;
las cartas - ya lo sabes -
son del que las escribe.
Y llora el propietario de esta carta
en la desoladora
tristeza de su verso;
el avaro de amor , lleno de espanto,
golpea muros, puertas y ventanas
ante la oscuridad del cuarto oscuro.
Mientras escribo, madre,
con cuidado, tú puedes asomarte
- aunque yo sé que nunca oiré tus pasos -
por detrás de mi hombro
para que en mí te veas prolongada
con palabras tardías y sangrantes
debajo de los astros veladores.
¿Quién va a medir mi tiempo desde ahora,
la huida levantada de los pájaros,
la inexorable perdición del sueño,
la carcoma que activa los relojes?
Porque tú eras el aire y su finísima
trama, como el arroyo en un discurso
que, cuando menos fuerza lleva, y pasa,
deja ver los diamantes de su fondo.
Si te acercas, asómate con tiento,
camina de puntillas por si acaso;
que no te vea caminar, lo mismo
que no te vi morir ayer -"ven muerte
tan escondida"- y lee un poco si puedes,
si te dejan tus ojos y separas
un momento la tierra que los cubre.
Habían ya perdido su exquisita
ventana azul y la certera espada
que llegaba a mi pecho sin herirme.
¡Cuánto amor hay debajo de la tierra!
Te escribo, madre mía
mirando al aterido
desnudo del crepúsculo,
en una tarde en la que ya no estás
ni puedes apoyarte en mi costumbre,
cuando unas nubes tenues, sin destino,
pretenden aliviar inútilmente,
con un destello de color lejano
el dolor de este cielo que me sigue
o me precede, perro fidelísimo.
He arrojado muy lejos mi memoria,
y él vuelve jadeante,
sin nada entre los dientes
agresivos y blancos;
otras veces el perro del recuerdo
se queda atrás, y vuelvo la cabeza
y no hay nadie esperándome
¿Nadie ha vivido nunca en estos ojos...?
"Todavía mi queja
es una rebelión;
su mano pesa sobre mi gemido".
Tú , ¿dónde estás? No sales a tu hora.
Estrella mía, aliento
cristalizado, barro ilustre, piedra
hacia tu destrucción inevitable;
moneda de oro atesorado y mío
ennegrecido y ciego, fría escoria
y desembocadura
de un río caudaloso
que no va a retornar hacia sus fuentes.
Te escribo desde un árbol y una rama
y en un paisaje donde estabas quieta
como una hoja perenne,
sin estación, ni nieve, ni cellisca,
ni vendaval. Estabas. Y eso es todo.
Te escribo y sé que escribo
para que no me leas;
las cartas - ya lo sabes -
son del que las escribe.
Y llora el propietario de esta carta
en la desoladora
tristeza de su verso;
el avaro de amor , lleno de espanto,
golpea muros, puertas y ventanas
ante la oscuridad del cuarto oscuro.
Mientras escribo, madre,
con cuidado, tú puedes asomarte
- aunque yo sé que nunca oiré tus pasos -
por detrás de mi hombro
para que en mí te veas prolongada
con palabras tardías y sangrantes
debajo de los astros veladores.
¿Quién va a medir mi tiempo desde ahora,
la huida levantada de los pájaros,
la inexorable perdición del sueño,
la carcoma que activa los relojes?
Porque tú eras el aire y su finísima
trama, como el arroyo en un discurso
que, cuando menos fuerza lleva, y pasa,
deja ver los diamantes de su fondo.
Si te acercas, asómate con tiento,
camina de puntillas por si acaso;
que no te vea caminar, lo mismo
que no te vi morir ayer -"ven muerte
tan escondida"- y lee un poco si puedes,
si te dejan tus ojos y separas
un momento la tierra que los cubre.
Habían ya perdido su exquisita
ventana azul y la certera espada
que llegaba a mi pecho sin herirme.