El frío
Una flor agotada por el lento verano:
eso te obsequia y te habla de sus ojos odiosos
con maneras odiosas: se cree tan hermoso
o algo más que tú misma. Tú te inclinas en busca
de una cosa que brilla sobre el suelo de hierba:
no es nada o quizá sea... no has podido saberlo.
El día se dilata y avanza sobre el mundo
como una gran carroza que atraviesa un desfile.
Otro más te regala un muñeco muy blanco.
Es demasiado blanco: lo tocas y se ensucia;
sin embargo el pelaje, tan tibio y delicado
puede hacer que tus manos se tornen displicentes
y tibias se deslicen como la luz delgada
en los duraznos tiernos. Hay un brillo en tus ojos.
Sonríes. Te despiertas: bajo tu pecho tiembla
un corazón distinto, y no puedes saberlo.
Alguien más te ha obsequiado un pájaro, una jaula:
amarillo el plumaje, gris y filoso el pico.
El tono de las plumas te deslumbra y asombra.
Ya solo su textura por sí misma es caricia.
Te parece exquisito ese color que no amas
pero crees que amas, y en verdad lo disfrutas.
Un animal hermoso, pero su canto es breve,
casi como gorjeo y no cesa y te angustia.
Un cuarto te ha posado su mano en la mejilla:
tu piel expuesta entonces, recogió en esos dedos
un temblor sin angustia, un deseo que toma
en la mano una forma que no puede en los labios.
Se miran a los ojos y una vergüenza insana
te llena las mejillas de sentimientos púrpura.
Tu cabello cercado por ganchos implacables
te hace lucir distinta: ya no eres una niña.
Bebes desde ese vaso que te han puesto en la mesa
ante ti, con fineza, con firmeza, con hambre.
La bebida te sabe sabrosa y la disfrutas:
es dulce y embrujada por un licor que entonces
en tu aliento volátil se volverá perfume:
hablas y alguien se duerme para soñar que hablas
sin notar que en sus venas se ha inflamado la sangre.
Ingenua, cuanto crees, no son más que espejismos:
las palabras que escuchas nunca han sido palabras
sino vestidos nuevos para fiebres muy viejas.
Tu belleza no importa porque eso no interesa,
o interesa, tan solo, mientras persiste o baste.
Tu tesoro relumbra como luz temblorosa:
los insectos rodean su calor inmediato.
Desde lejos te observo. Callo. No participo.
El frío que te eriza son mis brazos cerrados.
Una flor agotada por el lento verano:
eso te obsequia y te habla de sus ojos odiosos
con maneras odiosas: se cree tan hermoso
o algo más que tú misma. Tú te inclinas en busca
de una cosa que brilla sobre el suelo de hierba:
no es nada o quizá sea... no has podido saberlo.
El día se dilata y avanza sobre el mundo
como una gran carroza que atraviesa un desfile.
Otro más te regala un muñeco muy blanco.
Es demasiado blanco: lo tocas y se ensucia;
sin embargo el pelaje, tan tibio y delicado
puede hacer que tus manos se tornen displicentes
y tibias se deslicen como la luz delgada
en los duraznos tiernos. Hay un brillo en tus ojos.
Sonríes. Te despiertas: bajo tu pecho tiembla
un corazón distinto, y no puedes saberlo.
Alguien más te ha obsequiado un pájaro, una jaula:
amarillo el plumaje, gris y filoso el pico.
El tono de las plumas te deslumbra y asombra.
Ya solo su textura por sí misma es caricia.
Te parece exquisito ese color que no amas
pero crees que amas, y en verdad lo disfrutas.
Un animal hermoso, pero su canto es breve,
casi como gorjeo y no cesa y te angustia.
Un cuarto te ha posado su mano en la mejilla:
tu piel expuesta entonces, recogió en esos dedos
un temblor sin angustia, un deseo que toma
en la mano una forma que no puede en los labios.
Se miran a los ojos y una vergüenza insana
te llena las mejillas de sentimientos púrpura.
Tu cabello cercado por ganchos implacables
te hace lucir distinta: ya no eres una niña.
Bebes desde ese vaso que te han puesto en la mesa
ante ti, con fineza, con firmeza, con hambre.
La bebida te sabe sabrosa y la disfrutas:
es dulce y embrujada por un licor que entonces
en tu aliento volátil se volverá perfume:
hablas y alguien se duerme para soñar que hablas
sin notar que en sus venas se ha inflamado la sangre.
Ingenua, cuanto crees, no son más que espejismos:
las palabras que escuchas nunca han sido palabras
sino vestidos nuevos para fiebres muy viejas.
Tu belleza no importa porque eso no interesa,
o interesa, tan solo, mientras persiste o baste.
Tu tesoro relumbra como luz temblorosa:
los insectos rodean su calor inmediato.
Desde lejos te observo. Callo. No participo.
El frío que te eriza son mis brazos cerrados.