A fray luis de león al inaugurarse su estatua en salamanca
«¡Gloria!» las arpas, los salterios «¡gloria!»
resuenen por doquier... ¡Ved al poeta
surgir triunfante, coronado atleta,
del seno de la noche mortuoria!
¡Él es! -Un sueño de dolor han sido
trescientos años de pasada historia...
La tumba en pedestal se ha convertido,
y el pedestal en cátedra... ¡Silencio!
¡LEÓN, libre otra vez, como algún día,
desde el alzado puesto
mira al concurso con afable calma...
la multitud lo aclama como entonces...
y, con acento que percibe el alma,
«Decíamos ayer...» prorrumpe el bronce!
¡Él es, que torna a la vital arena,
no ya del fondo de prisión impía,
mas de los reinos de la muerte oscura,
rota mostrando al mundo su cadena,
íntegra y salva su doctrina pura!
¡Él es!..., el docto, el inspirado, el tierno,
seráfico agustino...
el poeta divino
que, en coloquios de amor con el Eterno,
cantó la ansiada libertad del alma
y de caducos bienes el olvido,
cual ruiseñor que en la solemne calma
de la NOCHE SERENA,
de amor enloquecido,
entona apasionada cantilena,
única voz del mundo adormecido!
Jubilosa Natura
ya reconoce a su cantor amado...
a aquel que blandamente recostado
cabe la linfa de fontana pura,
las horas descuidado
pasaba, ni envidioso ni envidiado.
Y ufano el sol, extática la luna,
las flores de placer ruborizadas,
trémulo el bosque, y locas de alegría
las aves en sus copas anidadas,
saludan a porfía
la noble Efigie del ilustre vate,
cuando en el alto pedestal parece
en que un siglo entusiasta le coloca,
del tiempo a resistir el fiero embate,
como a la mar la perdurable roca.
Gozoso en tanto el pueblo salmantino,
con aplausos y vítores aclama
el triunfo egregio, la perpetua fama
del cristiano David, segundo Aquino.
Y el raudal cristalino
del viejo Tormes, que los patrios lares
besó de tanto ingenio peregrino,
olvidando sus lúgubres pesares:
«¡Loor a Fray Luis!», resuena por Castilla...
«¡Vítor!», responden de la mar las olas,
al recibir el Tormes con el Duero,
y «¡Vítor!», claman en el mundo entero
cuantas naciones fueron españolas.
¡Noble ciudad, Atenas castellana,
Salamanca inmortal, aula del mundo!
Oye también mis plácemes, y acoge
en tan dichoso, memorable día,
(sin ver la ruda mano que las coge),
las flores que a LEÓN Granada envía.
Hijas son de sus cármenes amenos
que ofrecieron al vate laureado
de amor y juventud años serenos...
De la Alhambra en los huertos han brotado,
donde acaso escuchó por vez primera
el sabio esclarecido,
de su vida en la dulce primavera,
el cántico sabroso, no aprendido
de avecilla parlera,
y aquel manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.
Y ellas entre sus hojas perfumadas
llévanle de las almas granadinas
lágrimas de entusiasmo, derramadas
al escuchar sus cántigas divinas:
llévanle el parabién con que, postrada,
reverencia al altísimo Maestro
la musa del Genil, ya consagrada
un fausto día y con valioso estro
a hacerle revivir joven y amante
sobre la corva escena,
al compás del aplauso resonante,
galardón de tan ínclita faena:
y llévanle, por fin, con el acento
tímido de mi lira,
que, en su impotencia, trémula suspira
al ensalzar al Píndaro cristiano,
el orgullo, la envidia y el contento
del pueblo que vio suyo al grande hombre
y donde tiene su glorioso nombre
en cada corazón un monumento.
«¡Gloria!» las arpas, los salterios «¡gloria!»
resuenen por doquier... ¡Ved al poeta
surgir triunfante, coronado atleta,
del seno de la noche mortuoria!
¡Él es! -Un sueño de dolor han sido
trescientos años de pasada historia...
La tumba en pedestal se ha convertido,
y el pedestal en cátedra... ¡Silencio!
¡LEÓN, libre otra vez, como algún día,
desde el alzado puesto
mira al concurso con afable calma...
la multitud lo aclama como entonces...
y, con acento que percibe el alma,
«Decíamos ayer...» prorrumpe el bronce!
¡Él es, que torna a la vital arena,
no ya del fondo de prisión impía,
mas de los reinos de la muerte oscura,
rota mostrando al mundo su cadena,
íntegra y salva su doctrina pura!
¡Él es!..., el docto, el inspirado, el tierno,
seráfico agustino...
el poeta divino
que, en coloquios de amor con el Eterno,
cantó la ansiada libertad del alma
y de caducos bienes el olvido,
cual ruiseñor que en la solemne calma
de la NOCHE SERENA,
de amor enloquecido,
entona apasionada cantilena,
única voz del mundo adormecido!
Jubilosa Natura
ya reconoce a su cantor amado...
a aquel que blandamente recostado
cabe la linfa de fontana pura,
las horas descuidado
pasaba, ni envidioso ni envidiado.
Y ufano el sol, extática la luna,
las flores de placer ruborizadas,
trémulo el bosque, y locas de alegría
las aves en sus copas anidadas,
saludan a porfía
la noble Efigie del ilustre vate,
cuando en el alto pedestal parece
en que un siglo entusiasta le coloca,
del tiempo a resistir el fiero embate,
como a la mar la perdurable roca.
Gozoso en tanto el pueblo salmantino,
con aplausos y vítores aclama
el triunfo egregio, la perpetua fama
del cristiano David, segundo Aquino.
Y el raudal cristalino
del viejo Tormes, que los patrios lares
besó de tanto ingenio peregrino,
olvidando sus lúgubres pesares:
«¡Loor a Fray Luis!», resuena por Castilla...
«¡Vítor!», responden de la mar las olas,
al recibir el Tormes con el Duero,
y «¡Vítor!», claman en el mundo entero
cuantas naciones fueron españolas.
¡Noble ciudad, Atenas castellana,
Salamanca inmortal, aula del mundo!
Oye también mis plácemes, y acoge
en tan dichoso, memorable día,
(sin ver la ruda mano que las coge),
las flores que a LEÓN Granada envía.
Hijas son de sus cármenes amenos
que ofrecieron al vate laureado
de amor y juventud años serenos...
De la Alhambra en los huertos han brotado,
donde acaso escuchó por vez primera
el sabio esclarecido,
de su vida en la dulce primavera,
el cántico sabroso, no aprendido
de avecilla parlera,
y aquel manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.
Y ellas entre sus hojas perfumadas
llévanle de las almas granadinas
lágrimas de entusiasmo, derramadas
al escuchar sus cántigas divinas:
llévanle el parabién con que, postrada,
reverencia al altísimo Maestro
la musa del Genil, ya consagrada
un fausto día y con valioso estro
a hacerle revivir joven y amante
sobre la corva escena,
al compás del aplauso resonante,
galardón de tan ínclita faena:
y llévanle, por fin, con el acento
tímido de mi lira,
que, en su impotencia, trémula suspira
al ensalzar al Píndaro cristiano,
el orgullo, la envidia y el contento
del pueblo que vio suyo al grande hombre
y donde tiene su glorioso nombre
en cada corazón un monumento.