Transeúnte
Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
solo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Lo gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño solo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo que golpea
ese yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.
Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume
finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.
Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
solo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Lo gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño solo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo que golpea
ese yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.
Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume
finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.