India
(A Miguel Ángel Asturias, renovada voz
de los acestros mágicos mayas)
Tiene las manos frías
la india
que se gana la vida vendiendo Chiclet’s,
golosinas y cigarrillos
entre esquinas portátiles y rupestres tramos
desde donde siempre
enerva
patrias de asombro,
frente a sórdidas estatuas vivientes
que vienen con la multitud.
No ha comido
pero la noche anuncia
su cobija de fuego y hambre
en los amarillos dientes
carcomidos por las mendigas antorchas del maíz.
Por las arrugas tendidas en el rostro,
como rutas de banderas caídas
crecieron opacos caminos
limitados
por el cruce mestizo de
blancas carnes indiferentes.
En sus mejillas
se divisa el flujo de su sangre dolida
por la mancha de deplorables conciencias.
Sus dedos
-arrugados dátiles
desprendidos en el frío soplo del tronco Maya-,
buscan en la hosca y rumorosa muchedumbre
que recorre la 18 Calle y 9 Avenida
el amputado camino a la subsistencia:
los panes salteados
comprados
con las ganancias que dejan los chiclet’s y cigarrillos;
los trapos usados
comprados con las migajas que dejan
los negocios de los pobres,
los sueños empeñados
por la calamitosa borrasca
de oprimidas esperanzas cotidianas.
Desde muy temprano
instala su minúsculo
comercio de baratijas y liviandades,
en la ciudad que deambula
en vértices urbanos,
en aquietadas sombras
con desmayados soles
escampados en los tejados.
Frente a ella,
los buses van y vienen a la Capital
llevando pasajeros a las estaciones más
próximas de sus horizontes;
al fondo
la vieja estación del Ferrocarril,
fumando en vagones de silencio
hileras de humo, distantes
de la sórdida modernidad
cuyas aldabas infinitas
jamás le abrirán
sus remotas puertas.
Con esas manos
que despacha pasajeros clientes
y devuelve furtivas monedas,
acomoda con la peineta
el manso pelaje negro.
Con canas de tenues brillos
enrumbadas al precipicio de la espalda,
ahí donde los amores idos depositaron
sus mariposas de luz,
donde día a día cargaron
sus fardos los angustiados tesoros
para la sobrevivencia,
y donde sus hijos
descubrieron por el filo vagabundo de las calles,
la terrenal podredumbre del mundo.
Ella es solo una descendiente más
de aquella civilización
dueña de los secretos del tiempo,
ahora habitante inconclusa de un territorio
que no le pertenece,
como no le pertenecieron
las pirámides y templos
construidos por sus antepasados,
y como tampoco le pertenecen ahora,
las acrecentadas brumas de cemento,
abiertas al colectivo humano,
y a los fulgurantes aretes
del frivolismo citadino.
Su estampa,
señuelo del paisaje bordado en los ojos
del turista,
pasa inadvertida ante la memoria genética
del presente,
y el nido sin alas de su alma
es el patio luminoso donde los Hombres de Maíz
crecerán,
sobre las desterradas trompetas
de la profecía anunciada.
(A Miguel Ángel Asturias, renovada voz
de los acestros mágicos mayas)
Tiene las manos frías
la india
que se gana la vida vendiendo Chiclet’s,
golosinas y cigarrillos
entre esquinas portátiles y rupestres tramos
desde donde siempre
enerva
patrias de asombro,
frente a sórdidas estatuas vivientes
que vienen con la multitud.
No ha comido
pero la noche anuncia
su cobija de fuego y hambre
en los amarillos dientes
carcomidos por las mendigas antorchas del maíz.
Por las arrugas tendidas en el rostro,
como rutas de banderas caídas
crecieron opacos caminos
limitados
por el cruce mestizo de
blancas carnes indiferentes.
En sus mejillas
se divisa el flujo de su sangre dolida
por la mancha de deplorables conciencias.
Sus dedos
-arrugados dátiles
desprendidos en el frío soplo del tronco Maya-,
buscan en la hosca y rumorosa muchedumbre
que recorre la 18 Calle y 9 Avenida
el amputado camino a la subsistencia:
los panes salteados
comprados
con las ganancias que dejan los chiclet’s y cigarrillos;
los trapos usados
comprados con las migajas que dejan
los negocios de los pobres,
los sueños empeñados
por la calamitosa borrasca
de oprimidas esperanzas cotidianas.
Desde muy temprano
instala su minúsculo
comercio de baratijas y liviandades,
en la ciudad que deambula
en vértices urbanos,
en aquietadas sombras
con desmayados soles
escampados en los tejados.
Frente a ella,
los buses van y vienen a la Capital
llevando pasajeros a las estaciones más
próximas de sus horizontes;
al fondo
la vieja estación del Ferrocarril,
fumando en vagones de silencio
hileras de humo, distantes
de la sórdida modernidad
cuyas aldabas infinitas
jamás le abrirán
sus remotas puertas.
Con esas manos
que despacha pasajeros clientes
y devuelve furtivas monedas,
acomoda con la peineta
el manso pelaje negro.
Con canas de tenues brillos
enrumbadas al precipicio de la espalda,
ahí donde los amores idos depositaron
sus mariposas de luz,
donde día a día cargaron
sus fardos los angustiados tesoros
para la sobrevivencia,
y donde sus hijos
descubrieron por el filo vagabundo de las calles,
la terrenal podredumbre del mundo.
Ella es solo una descendiente más
de aquella civilización
dueña de los secretos del tiempo,
ahora habitante inconclusa de un territorio
que no le pertenece,
como no le pertenecieron
las pirámides y templos
construidos por sus antepasados,
y como tampoco le pertenecen ahora,
las acrecentadas brumas de cemento,
abiertas al colectivo humano,
y a los fulgurantes aretes
del frivolismo citadino.
Su estampa,
señuelo del paisaje bordado en los ojos
del turista,
pasa inadvertida ante la memoria genética
del presente,
y el nido sin alas de su alma
es el patio luminoso donde los Hombres de Maíz
crecerán,
sobre las desterradas trompetas
de la profecía anunciada.