HuracÁn
A los damnificados del huracán “Mitch”
Un húmedo éxtasis de los cielos
cae sobre Managua.
No es la ventisca
adolescente de mayo
refrescando las palmeras
del Xolotlán,
ni el aguacero impactante
de los inviernos agostinos:
es la lluvia
persistente
desagotándose
en su fría tragedia por cauces y avenidas.
Empujada
por tenebroso vientos,
por tornados que crecen
en complicadas mutaciones
del medio ambiente,
la lluvia cae
desde hace cinco días,
y en el silencio
de sus rumores
el tiempo convalece
ante las violentas legiones
de sus correntadas.
Las crecientes ilimitadas
arrastran
en acahualinca
pordioseras casas de cartón,
descuelgan herrumbrosos
puentes en Tipitapa,
inundan cocotales
en la Carretera Norte,
despernancan
reses y árboles
tronchados por estridentes remolinos,
y desamarran apacibles corrales
dormidos
en medio de inquietantes balidos.
La lluvia en Managua no tiene mesura.
Esta ciudad,
febrilmente descompuesta
por estertores terráqueos,
con soles homicidas
y hervideros
tendidos
en las marañas del cemento,
ahora se van
llenando de llantos y aguas acumuladas,
de desechos
flotando en los negruzcos lomos
de la corriente
hasta las aguas lacustres,
hasta sus desaguaderos infectados
por sapos, culebras y zancudos
en la revuelta sucesión del invierno
en desplomado cielo.
Sé que en otras partes
también llueve,
que en las montañas navegan
chubascos y desastres,
que el agua desparrama
sus cortinas de duelo,
sus sórdidas agujas
de cristal
destejiendo aprovechables surcos,
que en Chinandega
se desbordó el volcán Casitas
catapultando a miles de indefensos,
tras el alud que bajó hasta la muerte;
que en Metagalpa
los ríos se desbordaron,
arrastrando vidas
y sueños es deshumanos raudales;
que en Sébaco
la carretera quedó desbaratada
como una culebra malpartida,
que los cerros de Santa María y Upá
se desbordaron,
que hubo deslaves
en la Cruz del Río Grande,
San Dionisio
y Esquipulas.
Pero es aquí
en Managua
donde la materia de esta lluvia
me envuelve
en su nervuda memoria
reclinada en este octubre
de horas infinitas,
en donde yacen apagados
los faroles de las luciérnagas,
en donde la noche crece en mi alma
con las ruinas
de un temblor asfixiantes por sus costados,
con un milenario desvelo
que me arrastra
junto al barro de la ciudad
a la líquida
e insondable caverna de sus borrascosas miserias.
En el hastío de la noche
oigo ateridas sirenas
avanzar entre los volcanes del cielo,
entre la ira del diluvio
y los húmedos espíritus
consternados de la ciudad,
veo sus rostros impávidos
ante las desoladas garras del aluvión,
el horizontes de la gente arrodilladas
ante la desatada furia del vendaval.
Aguas desenfrenadas
de feroces músculos
glaciales
enroscando vigilias,
izando en crecientes insalubres,
estupefactas banderas
emboscadas en el profuso magma
de la catástrofe.
Aguas necias,
hijas torpes de la irreflexiva naturaleza
con petrificadas deformaciones,
sin el florido perfil
de la brisa que riega el sesteo de la Luna.
Tiempo prendido al torbellino
y a la lluvia
que va
deshojando en largos minutos
la mohosa piel de mi voz,
llevando a la ciudad
en el ofendido pétalo
de la madrugada,
un desolado himno
crecido en el insomnio,
y una desvelada manta de angustia
para que la deshaga el viento.
Allá,
en la encubierta desbandada del amanecer,
en las rejas ardientes,
de los nuevos soles
que derraman sus arcas
de auroras inundadas por la luz
y la rumiante osamenta acarreada por las aguas.
A los damnificados del huracán “Mitch”
Un húmedo éxtasis de los cielos
cae sobre Managua.
No es la ventisca
adolescente de mayo
refrescando las palmeras
del Xolotlán,
ni el aguacero impactante
de los inviernos agostinos:
es la lluvia
persistente
desagotándose
en su fría tragedia por cauces y avenidas.
Empujada
por tenebroso vientos,
por tornados que crecen
en complicadas mutaciones
del medio ambiente,
la lluvia cae
desde hace cinco días,
y en el silencio
de sus rumores
el tiempo convalece
ante las violentas legiones
de sus correntadas.
Las crecientes ilimitadas
arrastran
en acahualinca
pordioseras casas de cartón,
descuelgan herrumbrosos
puentes en Tipitapa,
inundan cocotales
en la Carretera Norte,
despernancan
reses y árboles
tronchados por estridentes remolinos,
y desamarran apacibles corrales
dormidos
en medio de inquietantes balidos.
La lluvia en Managua no tiene mesura.
Esta ciudad,
febrilmente descompuesta
por estertores terráqueos,
con soles homicidas
y hervideros
tendidos
en las marañas del cemento,
ahora se van
llenando de llantos y aguas acumuladas,
de desechos
flotando en los negruzcos lomos
de la corriente
hasta las aguas lacustres,
hasta sus desaguaderos infectados
por sapos, culebras y zancudos
en la revuelta sucesión del invierno
en desplomado cielo.
Sé que en otras partes
también llueve,
que en las montañas navegan
chubascos y desastres,
que el agua desparrama
sus cortinas de duelo,
sus sórdidas agujas
de cristal
destejiendo aprovechables surcos,
que en Chinandega
se desbordó el volcán Casitas
catapultando a miles de indefensos,
tras el alud que bajó hasta la muerte;
que en Metagalpa
los ríos se desbordaron,
arrastrando vidas
y sueños es deshumanos raudales;
que en Sébaco
la carretera quedó desbaratada
como una culebra malpartida,
que los cerros de Santa María y Upá
se desbordaron,
que hubo deslaves
en la Cruz del Río Grande,
San Dionisio
y Esquipulas.
Pero es aquí
en Managua
donde la materia de esta lluvia
me envuelve
en su nervuda memoria
reclinada en este octubre
de horas infinitas,
en donde yacen apagados
los faroles de las luciérnagas,
en donde la noche crece en mi alma
con las ruinas
de un temblor asfixiantes por sus costados,
con un milenario desvelo
que me arrastra
junto al barro de la ciudad
a la líquida
e insondable caverna de sus borrascosas miserias.
En el hastío de la noche
oigo ateridas sirenas
avanzar entre los volcanes del cielo,
entre la ira del diluvio
y los húmedos espíritus
consternados de la ciudad,
veo sus rostros impávidos
ante las desoladas garras del aluvión,
el horizontes de la gente arrodilladas
ante la desatada furia del vendaval.
Aguas desenfrenadas
de feroces músculos
glaciales
enroscando vigilias,
izando en crecientes insalubres,
estupefactas banderas
emboscadas en el profuso magma
de la catástrofe.
Aguas necias,
hijas torpes de la irreflexiva naturaleza
con petrificadas deformaciones,
sin el florido perfil
de la brisa que riega el sesteo de la Luna.
Tiempo prendido al torbellino
y a la lluvia
que va
deshojando en largos minutos
la mohosa piel de mi voz,
llevando a la ciudad
en el ofendido pétalo
de la madrugada,
un desolado himno
crecido en el insomnio,
y una desvelada manta de angustia
para que la deshaga el viento.
Allá,
en la encubierta desbandada del amanecer,
en las rejas ardientes,
de los nuevos soles
que derraman sus arcas
de auroras inundadas por la luz
y la rumiante osamenta acarreada por las aguas.