Riada
Sólo un pequeño aroma queda de nosotros,
de la bestia que había entre nosotros
buscando el tórax de las flores.
Sólo un pequeño aroma que ha trepado
buscando luces celestiales
que ayer brillaban en la piel
de nuestros nombres.
Un poeta
vibra cósmicamente en una choza,
escribiendo una epístola
que habrá de ser leída
en el nostálgico y apesadumbrado matrimonio
del Después y el Paradigma.
Las aguas están desparramadas
sobre un valle lejano de colchones,
y sobre un mar de vientres
con estridencia de cigarras.
El fango resbala
por gavetas de armarios sin reacciones,
por gavetas que albergaban
la ropa perfumada
de jovencitas con integridad Judeo-Cristiana.
Los árboles cayeron
bajo el narcótico instantáneo que se extiende
por el plan inmenso de las sombras.
Cayeron bajo el golpe de la riada,
observando las nubes que en el cielo,
innecesariamente, andaban.
Vengo de hablar con otros y me han dicho:
-Vimos pasar el agua
felizmente diciendo
que iba rumbo al mar
a besar las bocas irisadas
de langostas y peces
que tienen muchas almas-.
También me dijeron
que el pueblo agoniza arrinconado
en los añosos troncos de sabinos
pensando en las cosas
que hay por hacer mañana
cuando el sol haya horneado el barro en los caminos.
Y que una perra,
nutrida por tristezas,
se ahogó en la suspirante noche
por no querer abandonar sus hijos.
Y que se ahogaron
los siete hermanos nonagenarios
de Juan sin Tierra,
pensando en los besuqueantes labios
de mi traidora amada.
La lluvia,
llegó de noche y embozada,
estuvo cayendo sin cesar
sobre el pellejo azul de la montaña.
Luego...
empezó la riada.
Unos dicen que vieron
flotar en su morena panza
al dragón de Merlín
tatuado en la piel de una naranja.
Yo también lo vi todo
desde mis pesadillas altas.
Sólo un pequeño aroma queda de nosotros,
de la bestia que había entre nosotros
buscando el tórax de las flores.
Sólo un pequeño aroma que ha trepado
buscando luces celestiales
que ayer brillaban en la piel
de nuestros nombres.
Un poeta
vibra cósmicamente en una choza,
escribiendo una epístola
que habrá de ser leída
en el nostálgico y apesadumbrado matrimonio
del Después y el Paradigma.
Las aguas están desparramadas
sobre un valle lejano de colchones,
y sobre un mar de vientres
con estridencia de cigarras.
El fango resbala
por gavetas de armarios sin reacciones,
por gavetas que albergaban
la ropa perfumada
de jovencitas con integridad Judeo-Cristiana.
Los árboles cayeron
bajo el narcótico instantáneo que se extiende
por el plan inmenso de las sombras.
Cayeron bajo el golpe de la riada,
observando las nubes que en el cielo,
innecesariamente, andaban.
Vengo de hablar con otros y me han dicho:
-Vimos pasar el agua
felizmente diciendo
que iba rumbo al mar
a besar las bocas irisadas
de langostas y peces
que tienen muchas almas-.
También me dijeron
que el pueblo agoniza arrinconado
en los añosos troncos de sabinos
pensando en las cosas
que hay por hacer mañana
cuando el sol haya horneado el barro en los caminos.
Y que una perra,
nutrida por tristezas,
se ahogó en la suspirante noche
por no querer abandonar sus hijos.
Y que se ahogaron
los siete hermanos nonagenarios
de Juan sin Tierra,
pensando en los besuqueantes labios
de mi traidora amada.
La lluvia,
llegó de noche y embozada,
estuvo cayendo sin cesar
sobre el pellejo azul de la montaña.
Luego...
empezó la riada.
Unos dicen que vieron
flotar en su morena panza
al dragón de Merlín
tatuado en la piel de una naranja.
Yo también lo vi todo
desde mis pesadillas altas.