V
Cuando al llegar a casa, me quito los zapatos,
me enjabono las manos limpiando sus ausencias
y cuelgo en el perchero la sonrisa de hielo
que me hace aproximable y me guarda las distancias;
cuando ya estoy seguro de que nadie me observa
ni me escucha, ni espera, ni me busca o controla
el gesto de mis manos o el rictus de mi boca;
cuando frente al espejo puedo ser yo, cansado
-cada vez mas- del día vivido en el desierto
y descubro mis ojos
estuchados en cuencos de falso terciopelo;
cuando el alma se inunda de la sorda salmodia
que imperturbable, mana desde el reloj de péndulo.
Entonces, me doy cuenta
de lo inútil que puede ser el paso del tiempo.
Cuando al llegar a casa, me quito los zapatos,
me enjabono las manos limpiando sus ausencias
y cuelgo en el perchero la sonrisa de hielo
que me hace aproximable y me guarda las distancias;
cuando ya estoy seguro de que nadie me observa
ni me escucha, ni espera, ni me busca o controla
el gesto de mis manos o el rictus de mi boca;
cuando frente al espejo puedo ser yo, cansado
-cada vez mas- del día vivido en el desierto
y descubro mis ojos
estuchados en cuencos de falso terciopelo;
cuando el alma se inunda de la sorda salmodia
que imperturbable, mana desde el reloj de péndulo.
Entonces, me doy cuenta
de lo inútil que puede ser el paso del tiempo.