Amigos
Ellos son los compañeros de viejas aulas empolvadas,
de desvelos, de farras y tormentas,
las voces que lanzan un SOS a media noche,
los nudillos que a deshoras llaman a tu puerta,
para ellos, sin cerrojo,
las figuras que dibujan palabras y matan el tiempo en tu patio
cuando no hay nada mejor
en un domingo de soledades compartidas.
Los que no faltan a tu mesa, los oídos abiertos,
la lámpara encendida a la hora en que amanecen las palabras.
Algunos se evaporan sin siquiera haber cruzado la calle,
otros te acompañan hasta que los doblan las primeras arrugas,
entonces huyen espantados
a refugiarse bajo antifaces nuevos y recetas exóticas
para estirar los años en la cara,
los mismos años que les cuelgan en los riñones y en el hígado.
Otros, al percatarse de su íntima soledad
vuelven arrastrando la cobija de recuerdos
ahora con un par de espacios en blanco
y un pliego de fantasías que contar,
labran excusas, verdades a medias
y se instalan, como antes, a seguir matando las horas en tu patio.
Entonces te das cuenta de que eres de azúcar,
que padeces de amnesia, o que quizá nada te importa
y llegas a la conclusión de que todos ellos
aunque sobrevivan tantas tormentas bajo tu techo
no son más que desconocidos de toda la vida.
Ellos son los compañeros de viejas aulas empolvadas,
de desvelos, de farras y tormentas,
las voces que lanzan un SOS a media noche,
los nudillos que a deshoras llaman a tu puerta,
para ellos, sin cerrojo,
las figuras que dibujan palabras y matan el tiempo en tu patio
cuando no hay nada mejor
en un domingo de soledades compartidas.
Los que no faltan a tu mesa, los oídos abiertos,
la lámpara encendida a la hora en que amanecen las palabras.
Algunos se evaporan sin siquiera haber cruzado la calle,
otros te acompañan hasta que los doblan las primeras arrugas,
entonces huyen espantados
a refugiarse bajo antifaces nuevos y recetas exóticas
para estirar los años en la cara,
los mismos años que les cuelgan en los riñones y en el hígado.
Otros, al percatarse de su íntima soledad
vuelven arrastrando la cobija de recuerdos
ahora con un par de espacios en blanco
y un pliego de fantasías que contar,
labran excusas, verdades a medias
y se instalan, como antes, a seguir matando las horas en tu patio.
Entonces te das cuenta de que eres de azúcar,
que padeces de amnesia, o que quizá nada te importa
y llegas a la conclusión de que todos ellos
aunque sobrevivan tantas tormentas bajo tu techo
no son más que desconocidos de toda la vida.