Silba en tanto en los cristales - Poemas de Manuel Curros

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Silba en tanto en los cristales

Silba en tanto en los cristales
del castillo de Milmanda
el viento, que sus almenas
azota con ronco son,
y crece el agua en su foso
hasta lamer la baranda
del puente, cuyas cadenas
penden desde el murallón.
 
La noche cubre del valle
los horizontes estrechos:
hay en las sombras acechos
felinos, de tigre audaz.
Todo reposa; tan sólo
se escucha cómo desmaya
el clamor del atalaya
que anuncia: ¡Dormid en paz!
 
¡Dormir! Dichoso el que siente
en lecho de áureo palacio
ese grito en el espacio
lánguidamente morir
sin que, desvelado, insomne
por el dolor, el oído
pueda escuchar repetido
ese eco otra vez gemir.
 
Dichoso el mortal que en sueños,
sana y libre su conciencia,
de ese acento la cadencia
en otro mundo escuchó,
donde el alma dulcemente
reposa alegre y tranquila,
cuando sobre la pupila
el párpado resbaló...
 
¡Cuán dulces son y encantadas
las breves horas de sueño!
¡Qué espacio tan halagüeño
llega el espíritu a ver
cuando, inerte la materia
que le atrofia y esclaviza,
fugitivo se desliza
lo infinito a recorrer!
 
Dueño entonces absoluto
de su imperio detentado,
cual sultán que destronado
regresa al perdido harén,
así feliz el espíritu
hacia su patria se lanza
por regiones de esperanza,
en ansias de amor y bien.
 
Y allí admira las florestas,
cuyas plantas olorosas
crecen lozanas y hermosas
en un perenne verdor,
y las bullidoras fuentes
de aguas puras, cristalinas,
donde saltan las ondinas
de su corriente al rumor;
 
y los jardines poblados
de dalias y de azucenas,
de violetas y verbenas,
de fragancia sin igual,
y los nópalos, que crecen
entre los céspedes suaves,
donde preludian las aves
su cántico matinal;
 
y los palacios, colgados
de fantásticos doseles,
cuyos altos capiteles
piérdense en un cielo azul,
y en sus mágicos salones
bajo bóvedas de oro,
vírgenes cantando a coro,
veladas en blanco tul.
 
Todo cuanto en su delirio
puede ver la fantasía,
de espléndido en la armonía,
de armonioso en la ilusión,
todo, en su rápido vuelo,
lo mira el alma extasiada,
mientras duerme fatigada
la materia en su abyección.
 
¡Sí! Dulces son y encantadas
las breves horas del sueño;
mas ¡ay! de mortal beleño
para el que velando está,
la conciencia torturada
por recuerdos de amargura,
crímenes que en guerra dura
tienen al alma quizá.
 
Tal don Ramiro que, loco,
sobre su lecho se agita,
lleno de angustia infinita
y de cobarde terror;
tal don Ramiro, que clava
sus turbios ojos con ira
en una sombra que gira
de su lecho en derredor.
 
Sombra, sí, cuya amarilla
mano, flaca y descarnada,
va extendiéndose crispada
poco a poco hasta su faz,
como si en ella quisiera
descifrar oculto enigma
o imprimir algún estigma
de deshonra pertinaz.
 
Sombra loca, vengativa,
que cual burbuja aparece
y se hincha de pronto y crece
haciéndolo estremecer,
hasta que revienta en risas
de sonido funerario,
como el que del hondo osario
arranca un cuerpo al caer;
 
que modula a sus oídos
blasfemias y maldiciones,
y entona impías canciones
con sordo acento infernal,
ya postrándose de hinojos
de don Ramiro en el lecho,
ya atormentándole el pecho
bajo su planta brutal;
 
que se arrastra por las losas
rabiosa y enfurecida,
o levanta removida
ceniza vana su pie,
y difunde por la estancia
claridad amarillenta,
a cuya luz, macilenta,
su angustiada faz se ve.
 
Faz sin formas ni contornos,
carcomida, esqueletada,
lívida, despestañada,
sin expresión ni color,
y a cuyo mondado cráneo,
como lisa calabaza,
una corona se enlaza
con fatídico primor...
 
Corona que nada arguye
de su esplendor fenecido,
hierro viejo, enmohecido,
corona que fue de rey,
cuando, en rubíes engastada
y en piedras de gran valía,
un monarca la ceñía
cuya voluntad fue ley.
 
¡Oh! Y esta sombra es su sombra;
la sombra de aquel guerrero
que al dar su aliento postrero
pidió al Señor, al morir,
la gracia de aparecerse
al que traidor le vendiera,
y hoy viene a su cabecera
la atroz venganza a cumplir.
 
¡Sí, ésta es la sombra angustiada
del rey que, ingrato privado
vendió herido y maniatado
al de León, Santarén,
a cambio de las caricias
de una esposa noble y bella,
tras cuya rápida huella
queda una sombra también!
 
Y don Ramiro se espanta;
y en su dolor inhumano,
quiere apartar con la mano
aquel fantasma de sí;
pero, inútil su porfía
y estériles sus antojos,
adonde vuelve los ojos
la sombra se encuentra allí...
 
Y ya en su lenta agonía,
rabioso, desesperado,
va a gritar desalentado
en demanda de favor,
cuando siente con fiereza
comprimida su garganta
y un acento que le espanta
y le llena de terror.
 
Súbito entonces sus ojos
miraron desvanecerse
las visiones y perderse
de su lecho en el dosel,
como fugaz pesadilla
de desolada quimera,
tras de la cual nos espera
una verdad más cruel...
 
Y es que el plazo ha terminado,
y al terminar su jornada,
don Pedro Fuentencalada
en Milmanda se encontró,
y tras una breve lucha
con las gentes del castillo,
tintó en sangre su cuchillo
por sus puertas penetró.
 
Dejó en los patios su gente
al amor de grata lumbre,
y mandó a la servidumbre
del castillo aprisionar;
y con grave y firme planta
sin que nada le recele,
llegó al fin adonde suele
el de Acosta reposar.
 
Rápido bajó el embozo
del bien cumplido tabardo;
se adelantó con pie tardo,
y al noble altivo miró.
Guardó silencio un instante
y con voz enronquecida,
así con el regicida
estas palabras cambió:
 
DON PEDRO ¿Conocéisme, don Ramiro?
DON RAMIRO¡No os conozco!
DON PEDRO ¡Cosa rara!
A mí, en cambio, me bastara
oír vuestra voz fatal,
para teneros al punto
por el ingrato valido
del señor rey fenecido
Alfonso de Portugal.
DON RAMIRO ¡Infierno! ¿Quién sois?
DON PEDRO No es
hora
de revelároslo, acaso;
antes, por ser muy del caso,
una historia os narraré,
para que brote el recuerdo
más presto en vuestra memoria;
es una historia esta historia
que no olvidáis ni olvidé.
 
Tras cuyas breves palabras
calló don Pedro un momento
y osado tomando asiento,
en un cómodo sitial,
comenzó de esta manera
la narración que anunciara,
mas no sin que antes cuidara
de requerir su puñal.

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