A jerusalem
Dabo domum istam sicut
Silo, et urbem hanc dabo in malecditionem
cunctis gentibus terrae.
(Jerem., cap. XXVI, v. 6)
Triste Sión, tu manto
rasga en señal de perdurable duelo;
alivio sea a tu dolor el llanto,
que eterno es tu quebranto,
y a la vez lo publican tierra y cielo.
Por la maldad guiados
tus hijos a su Dios desconocieron;
diéronle dura muerte despiadados,
y en su furor, osados,
su nombre y su poder escarnecieron.
¡Ay! llora: el sacrificio
ya consumado está... La turba ciega
huye aterrada del fatal suplicio,
que, de su culpa indicio,
tiembla el orbe y su luz el sol le niega.
Y el trueno ruge airado,
desátase la mar embravecida,
el hirviente volcán brama irritado,
y el mundo ve asombrado
en los sepulcros renacer la vida.
¡Tiembla, Sión!... Llegada
es para ti la hora... Infausta guerra
dejará tu campiña desolada;
tu prole desdichada
amparo no hallará sobre la tierra.
Del Gólgota en la cumbre
aún yace Dios, pendiente del madero:
Cércale en torno misteriosa lumbre;
amor y mansedumbre
muestra la faz del celestial Cordero.
Amor, amor profundo
que eterno bien y salvación ofrece:
La esperanza por él reina en el mundo,
y Luzbel iracundo,
vencido en sus cavernas se estremece.
Mas ¡ah! que designado
el Verbo fue, cual víctima expiatoria,
para lavar la mancha del pecado,
y su sangre ha regado
la palma celestial de esta victoria.
La existencia debía
costar de un Dios, y de su Madre tierna
el ardoroso llanto, que sería
ofrenda dulce y pía
de paz y amor y de ventura eterna.
Ella siguió anhelante
los pasos de Jesús: de pena herida
tinto en sangre miró su albo semblante,
y muda, palpitante,
hora ¡ay triste! en la cruz lo ve sin vida.
¡Oh, Madre! Sin consuelo
vuelves los ojos hacia el Hijo amado:
Él era sólo tu constante anhelo...
¿Quién ya podrá en el suelo
dar alivio a tu pecho acongojado?
El mundo nada encierra
que lenitivo a tu aflicción señale:
De la muerte el silencio tu alma aterra,
sola estás en la tierra...
¡Ay! no hay dolor que a tu dolor iguale.
¿Cómo al ver tu tristura
no se conmueve el pecho del impío?
¡Oh! déjame un momento, Virgen pura,
unir en tu amargura
a tu llanto de amor el llanto mío.
Y tú, ciudad deicida,
si de Jesús la suma omnipotencia
adivinas de horror estremecida,
llega a sus pies rendida,
que es fuente inagotable de clemencia.
Mas ¡ah! que el orbe entero
de tu impiedad, ob pueblo, es ya testigo:
No hay perdón para ti... Grande y severo
se alza el Dios justiciero...
¡Su eterna maldición irá contigo!
Dabo domum istam sicut
Silo, et urbem hanc dabo in malecditionem
cunctis gentibus terrae.
(Jerem., cap. XXVI, v. 6)
Triste Sión, tu manto
rasga en señal de perdurable duelo;
alivio sea a tu dolor el llanto,
que eterno es tu quebranto,
y a la vez lo publican tierra y cielo.
Por la maldad guiados
tus hijos a su Dios desconocieron;
diéronle dura muerte despiadados,
y en su furor, osados,
su nombre y su poder escarnecieron.
¡Ay! llora: el sacrificio
ya consumado está... La turba ciega
huye aterrada del fatal suplicio,
que, de su culpa indicio,
tiembla el orbe y su luz el sol le niega.
Y el trueno ruge airado,
desátase la mar embravecida,
el hirviente volcán brama irritado,
y el mundo ve asombrado
en los sepulcros renacer la vida.
¡Tiembla, Sión!... Llegada
es para ti la hora... Infausta guerra
dejará tu campiña desolada;
tu prole desdichada
amparo no hallará sobre la tierra.
Del Gólgota en la cumbre
aún yace Dios, pendiente del madero:
Cércale en torno misteriosa lumbre;
amor y mansedumbre
muestra la faz del celestial Cordero.
Amor, amor profundo
que eterno bien y salvación ofrece:
La esperanza por él reina en el mundo,
y Luzbel iracundo,
vencido en sus cavernas se estremece.
Mas ¡ah! que designado
el Verbo fue, cual víctima expiatoria,
para lavar la mancha del pecado,
y su sangre ha regado
la palma celestial de esta victoria.
La existencia debía
costar de un Dios, y de su Madre tierna
el ardoroso llanto, que sería
ofrenda dulce y pía
de paz y amor y de ventura eterna.
Ella siguió anhelante
los pasos de Jesús: de pena herida
tinto en sangre miró su albo semblante,
y muda, palpitante,
hora ¡ay triste! en la cruz lo ve sin vida.
¡Oh, Madre! Sin consuelo
vuelves los ojos hacia el Hijo amado:
Él era sólo tu constante anhelo...
¿Quién ya podrá en el suelo
dar alivio a tu pecho acongojado?
El mundo nada encierra
que lenitivo a tu aflicción señale:
De la muerte el silencio tu alma aterra,
sola estás en la tierra...
¡Ay! no hay dolor que a tu dolor iguale.
¿Cómo al ver tu tristura
no se conmueve el pecho del impío?
¡Oh! déjame un momento, Virgen pura,
unir en tu amargura
a tu llanto de amor el llanto mío.
Y tú, ciudad deicida,
si de Jesús la suma omnipotencia
adivinas de horror estremecida,
llega a sus pies rendida,
que es fuente inagotable de clemencia.
Mas ¡ah! que el orbe entero
de tu impiedad, ob pueblo, es ya testigo:
No hay perdón para ti... Grande y severo
se alza el Dios justiciero...
¡Su eterna maldición irá contigo!