De niño
A mi hijo
De niño yo jugaba con huellas en la arena,
efímeras memorias que el mar efervescente
lamía y deformaba. Y a mí me daban pena
porque recién nacidas, morían de repente.
De niño yo jugaba con huecas caracolas
–teléfonos de viento dormidos en la espuma–
me pasaba las horas dirigiendo las olas
y persiguiendo el rumbo, mientras reía a solas,
de gaviotas fantasmas que horadaban la bruma.
De niño el mar fue todo, casi mi sangre; acaso
la escuela de mi alma, mi aliento hecho salitre.
Soñé veinte mil rutas de viaje hacia el ocaso
y poseí dos barcos: mi cama y mi pupitre.
De niño había tantas estrellas en mis noches
que no conseguí nunca poderlas numerar.
Me acompañaron siempre, prendidos cual dos broches
del pecho, un gran lucero y un caracol de mar.
Ya hombre, levé el ancla de mi infantil bahía
buscando abrirme rumbo de proa a la verdad.
Pero no me advirtieron lo que yo no sabía:
que un insomnio bastaba para poner al día
el número de estrellas que alumbra una ciudad.
En vez de caracolas, obtuve auriculares,
encallé en el concreto y me arrojé al asfalto
como hacia un negro pozo donde se espejan mares
distantes en la costa sin fin del sobresalto.
Mi cama, hecha arrecife, me trajo un dolor ciego:
se evaporó el salitre –mi olor a adolescencia–.
Trazando estelas rojas, mil pájaros de fuego
cegaron las gaviotas de luz de mi inocencia.
Entre puertas y timbres, una pátina impura
empañó los recuerdos de mi infancia marina
¡absurda marejada de gente sin cordura
que a gritos reclamaba salitre en cada esquina!
Casi pierdo los broches. Una noche el lucero,
cansado de la niebla, se comenzó a opacar;
la caracola, muda, se transformó en velero
y loca de nostalgia salió en busca del mar.
Menos mal del buen viento del norte y las corrientes
que amparan a la nave que nunca embarrancó.
Me fui dejando huellas de arena entre las gentes
y hoy recalo en el puerto donde vuelvo a ser yo.
Este olor de la costa, este mar y estas huellas
valen toda la vida. Aquí soy capitán.
Como antaño, prosigo con mi cuenta de estrellas
y en dos broches conservo las insignias más bellas
que el mar sólo confía a quienes no se van.
A mi hijo
De niño yo jugaba con huellas en la arena,
efímeras memorias que el mar efervescente
lamía y deformaba. Y a mí me daban pena
porque recién nacidas, morían de repente.
De niño yo jugaba con huecas caracolas
–teléfonos de viento dormidos en la espuma–
me pasaba las horas dirigiendo las olas
y persiguiendo el rumbo, mientras reía a solas,
de gaviotas fantasmas que horadaban la bruma.
De niño el mar fue todo, casi mi sangre; acaso
la escuela de mi alma, mi aliento hecho salitre.
Soñé veinte mil rutas de viaje hacia el ocaso
y poseí dos barcos: mi cama y mi pupitre.
De niño había tantas estrellas en mis noches
que no conseguí nunca poderlas numerar.
Me acompañaron siempre, prendidos cual dos broches
del pecho, un gran lucero y un caracol de mar.
Ya hombre, levé el ancla de mi infantil bahía
buscando abrirme rumbo de proa a la verdad.
Pero no me advirtieron lo que yo no sabía:
que un insomnio bastaba para poner al día
el número de estrellas que alumbra una ciudad.
En vez de caracolas, obtuve auriculares,
encallé en el concreto y me arrojé al asfalto
como hacia un negro pozo donde se espejan mares
distantes en la costa sin fin del sobresalto.
Mi cama, hecha arrecife, me trajo un dolor ciego:
se evaporó el salitre –mi olor a adolescencia–.
Trazando estelas rojas, mil pájaros de fuego
cegaron las gaviotas de luz de mi inocencia.
Entre puertas y timbres, una pátina impura
empañó los recuerdos de mi infancia marina
¡absurda marejada de gente sin cordura
que a gritos reclamaba salitre en cada esquina!
Casi pierdo los broches. Una noche el lucero,
cansado de la niebla, se comenzó a opacar;
la caracola, muda, se transformó en velero
y loca de nostalgia salió en busca del mar.
Menos mal del buen viento del norte y las corrientes
que amparan a la nave que nunca embarrancó.
Me fui dejando huellas de arena entre las gentes
y hoy recalo en el puerto donde vuelvo a ser yo.
Este olor de la costa, este mar y estas huellas
valen toda la vida. Aquí soy capitán.
Como antaño, prosigo con mi cuenta de estrellas
y en dos broches conservo las insignias más bellas
que el mar sólo confía a quienes no se van.